Cada vez que el muralista Diego Rivera llegaba a Acapulco a “la Casa de los Vientos”, ubicado en la calle inalámbrica número 6, en el cerro de la Pinzona, perdía la dieta porque le gustaba deleitarse de la comida guerrerenses.
Ese mural, uno de los últimos trabajos que hizo inspirado en la cultura azteca, con imágenes de Quetzalcóatl y Tláloc, hechos con coloridas pequeñas piedras volcánicas, cantera, azulejos y conchas marinas, no hubiera sido posible si el pintor no hubiera comido como el típico guerrerense.
Diego Rivera, disfrutó de los manjares guerrerenses que diariamente le preparaba doña Refugio Meneses Jimón, una cocinera tradicional chilapeña que logró conquistar el exigente paladar del regordete artista enfundado en un desgastado overol, donde cabían sus 120 kilos de talento.
Ignacio Hernández Meneses, hijo de doña Refugio, relató que a la una en punto de la tarde, con esa puntualidad inglesa, el viejo dirigente del extinto Partido Comunista Mexicano bajaba del andamio con sus asistentes para dirigirse por la calle inalámbrica a una casita de lámina de cartón y madera donde ya doña Cuca le tenía preparada la comida, y los domingos, religiosamente disfrutaba del tradicional pozole.
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Desde l a accidentada calle de terracería, Diego ya se venía haciendo agua a la boca, adivinando el menú a través del humo del fogón que llegaba hasta la pared en obra negra donde quedarían para la historia, los caracoles pegados y los mosaicos y piedras de diversos matices.
De entrada, en vasos de veladora, la cocinera le daba a Diego ya sus trabajadores su agua de limón, de tamarindo, orange, jamaica o mango, según la temporada.
Aunque el canasto o chiquihuite, ya estaba puesto con la servilleta, el muralista agrandaba más sus ojos sapos para poder capear la primera memela recién salida del comal, la doblaba y se servía con la cuchara grande que usaba como pincel para pintarla de la picosa salsa que cargaba un molcajete negro de piedra esculpido en forma de marranito.
Los jarritos con nanche y mezcal de Chilapa…
“Bueno, en pláticas de familia, mi amá Refugio, nos contaba sus historias, entre ellas las de Diego”, recuerda Ignacio, el décimo hijo de la familia Hernández Meneses.
“Ese señor era panzón y muy feo, pero muy amable, sus ojos grandotes se movían como faros como queriendo tomar fotos con la vista de toda la cocina, del patio, de toda la casa”, contó Nacho de acuerdo a lo que su madre le platicaba.
Ignacio Hernández, también contó como parte de los recuerdos de la cocinera, que a Diego le gustaban las tortillas hechas a mano, le embarraba salpicón, huasmole de guaje, huaquelite, semillitas de calabaza tostadas, lo que mira alrededor del fogón, y se las bajaba con atole ”.
“En un cuaderno“ Naútico ”, de rayas, que en aquel tiempo costaba un peso, el pintor apuntaba las comidas que le fiaban, de entre las hojas, también se anotaron las cervezas y lo tragos de mezcales curados con nanche que preparaba don Ángel , mi apá ”, narra Nacho que nació siete años después de realizada esa magna obra.
El cuaderno con manchas de manteca, sería hoy un tesoro histórico porque se vería de puño y letra, qué comía y bebía el muralista, pero el ciclón “Dolores”, lo convirtió en papel mojado en 1974.
No supo el gringo con quién se topaba
Ignacio Hernández, dijo que de acuerdo a lo que le contó su mamá doña Refugio, en cierta ocasión don Diego tuvo un problema, lo sacaron a empellones del hotel “Del Monte”, ubicado a unos 500 metros de los murales, acostumbraba ir a hablar por teléfono que, con previo acuerdo le alquilaba el gerente de esa hospedería, pero ese día sábado, llegó sorpresivamente un supervisor de la cadena hotelera, de origen norteamericano y le ordenó tajante al gerente local que sacara “en forma inmediata a ese hombre andrajoso” .
Y es, que el gringo viejo no soportaba que le ensuciaran su brilloso phone negro con cemento blanco y pintura.
“¡Señor, pero es Diego Rivera!”, Justificaba al pintor que siempre andaba chando. En inglés, exigió que sacara al sudoroso personaje, como si el supervisor ignorara de la fama que ya tenía Diego. Acto seguido, furioso, el muralista lo topó como un toro, y le reclamó en inglés y hasta en ruso, que pagaba el servicio telefónico. Y solo le pidió que le permitiera hacer una última llamada a la Ciudad de México.
Al norteamericano le tuvieron que traducir el mensaje de Diego en el auricular: “Oiga bien, Diego Rivera no va permitir que lo saquen de un pedazo de mi patria, que ese gringo se vaya a su casa”. La llamada mágica del otro lado del cable era la Secretaría de Gobernación. Sin averiguación, el gringo le aplicaron el Artículo 33 Constitucional.
Sin querer queriendo, el comunista le había dado una patadita al Imperialismo Yanqui. Debido a los andares de Diego Rivera por la calle inalámbrica ahora se le puso Diego Rivera ..