Con el rostro anegado de llanto, doña Rosa María Rivas, subsiste de la venta de dulces en el zócalo porteño, ocultando su tristeza porque sus propias hermanas pretenden despojarla de su hogar; ruega por no terminar sus días en la calle.
Con 67 años a cuestas, ofrece paletas y dulces en el pequeño espacio que ocupa en la plaza Juan Álvarez, tratando de ocultar su sentimiento de tristeza e impotencia que le causa estar sola en la ciudad, tratando de sobrevivir en esta última etapa de su vida.
La gente pasa a su lado, sin prestar atención a la humilde mujer, que trata de sonreír sin conseguirlo y seca de sus mejillas una lágrima, que escurre silenciosa en cada sollozo que opaca llevándose la mano a la boca.
Al preguntarle sobre el motivo de su estado de ánimo, trata de aparentar tranquilidad y con voz pausada atina a decir que vende paletas para poder comer.
Pero enseguida, se desahoga y relató que vivía con sus padres en la calle Juan N. Álvarez de la colonia Morelos, desde los 7 años vendía gelatinas para apoyar a sus padres en el sustento de su hogar.
Cuando nacieron sus hermanas fue la mujer más feliz del mundo, pero al morir la autora de sus días, recibió una certera puñalada en el corazón, cuando la despojaron de la parte de la herencia que por ley le corresponde.
Fue echada a la calle, sin permitirle regresar y ahora duerme donde puede o donde la sorprende la noche, expuesta totalmente a los peligros que implica vivir en una de las ciudades más violentas del país.
Sin poder soportar su estado de ánimo, rompe en llanto y revela que no tiene dinero para contratar una abogada o un abogado para pelear en el terreno legal, "es poco lo que vendo y apenas sale para comprar tortillas", refiere entre sollozos.
A pesar de vivir prácticamente de la caridad de la gente, asegura que sus ingresos los obtiene de la venta de paletas, pero le horroriza pensar que puede morir en la calle, ante la insensibilidad de sus hermanas, que la rechazan por ser morena.
"Sólo les pido que me den la parte de mi herencia, tengo derecho y no merezco vivir en la vía pública, ojalá que Dios me escuche y que a mis hermanas les toque el corazón, porque también soy su sangre", dijo doña Rosa María Rivas, sin dejar de sollozar.