“Fuensanta, yo te hubiera amado en la carne y no en el espíritu; pero mi corazón, que habría de preservar tu amor, no detuvo tu imagen que se escapaba como una epístola de rasgos moribundos, colmada de dramáticos adioses. Yo hubiera derramado mi devota sangre gota a gota en tu inaccesible cuerpo, clamor de mis ardores juveniles, pero ya eras irreal y tu espíritu el más real de mis anhelos: A fuerza de quererte me he convertido, amor, en alma en pena, y en el candor angélico de tu alma seré una sombra eterna…” “Primer amor, la lejanía sacrificó tu realidad y truncó mi devoción. Mi voto fue que vivieras en perenne virginidad. No fuiste para mí porque mi pecho acunó la confusión del espíritu y la carne: y amé a la muerte, la tuya y la mía, como el mejor de los amantes; le di mi juventud y aún me aterra la osadía; la amé porque tenía tu figura, tu rostro y tu epidermis y mi dicha de amar se convirtió en un galope del corazón sin brida, por los desfiladeros de la muerte…”
Es Ramón López Velarde, el malogrado poeta zacatecano cuyo verso dejó profunda huella en la literatura mexicana. Nació el 15 de junio de 1888, en Jerez de García Salinas, Zacatecas. Murió el 19 de junio de 1921 en la Ciudad de México. En la literatura universal, sus artífices han conservado escondida una mujer, receptáculo de su amor. Para Dante será Beatriz; a través de Fausto, Goethe idealizará a Margarita; Andrés Eloy Blanco, valioso poeta venezolano, cantará a Giraluna y, entre nosotros, López Velarde convertirá a Josefa de Los Ríos en Fuensanta: dualidad lírico-idílica de carne y espíritu, vida y muerte, de cordial refrigerio y glacial desamparo.
“En las alas oscuras de la racha constante / me das, al mismo tiempo, una pena y un goce: / algo como la helada virtud de un seno blando, / algo en que se confunden el cordial refrigerio / y el glacial desamparo de un lecho de doncella...” \u0009\u0009\u0009\u0009\u0009\u0009Sus sentimientos conservaban desde el inicio esta contradicción: la jovialidad y el desapego. Confusión que hará que el amor por Fuensanta deambule del espíritu a la carne y viceversa, sin llegar a realizarse. Sus Primeras poesías (1905-1912) y su libro La sangre devota (1916), que contienen muchos poemas dedicados a Fuensanta, lo demuestran. Así, ella se convertirá en inalcanzable y remota, pero presente siempre en sus poemas, en los que se observa una transformación de la amada real en la amada muerta. En un ensayo sobre Ramón, Octavio Paz plantea algunas interrogantes: “para que la idolatría de la juventud se convierta en religión de la madurez, es menester que pase por los purgatorios del erotismo y de la muerte. Sólo muerta, ya espíritu puro, la amada puede ser realmente Fuensanta. La pregunta de El sueño de los guantes negros posee una resonancia equívoca. ¿Fuensanta no acaba de ser espíritu porque el poeta sigue hechizado por el tiempo y sus trampas? ¿Cuál es el significado de esos guantes negros cuya prudencia acentúa aún más su fúnebre erotismo?”
Para ser más claros —lectora y lector— he aquí algunos fragmentos del poema en cuestión, por cierto, inconcluso: Soñé que la ciudad estaba dentro / del más bien muerto de los mares muertos. / Era una madrugada del invierno / y lloviznaban gotas de silencio. / Ni más señal viviente que los ecos / de una llamada a misa, en el misterio / de una capilla oceánica, a lo lejos. / De súbito me sales al encuentro, / resucitada y con tus guantes negros. / Para volar a ti, le dio su vuelo / el Espíritu Santo a mi esqueleto. / Al sujetarme con tus guantes negros / me atrajiste al océano de tu seno, / y nuestras cuatro manos se reunieron
en medio de tu pecho y de mi pecho. / (…) ¿Conservabas tu carne en cada hueso? / El enigma de amor se veló entero / en la prudencia de tus guantes negros… / (…) “Imagen de una conciencia dividida —continúa Paz—, manchada, Fuensanta es todo lo que el poeta quería y no quería ser. Si es la muerta vencedora de la muerte, también es la que esconde su verdadera identidad en la prudencia de unos guantes negros. Ese es su drama. El de su primer amor y el del segundo; el de todas las pasiones, el drama de la pasión: amar al amor, a la imagen. El misterio de los guantes no es un enigma psicológico: es el secreto perdido, encontrado y vuelto a perder.”
Pero Fuensanta no fue su único amor, recordemos que el erotismo de López Velarde se desborda de sus versos y le habla a Genoveva, a una ausente seráfica, a una viajera, a su prima Águeda, a Sara, a Ligia, a Zoraida y a muchas jerezanas de su terruño. Aunque no en todas sucumbiera su dualidad lírico-idílica. Pero lo relevante de Ramón, es habernos dejado un estilo romántico único para su época, inspirado en sus musas.
De “El son del corazón”: La redondez de la creación atrueno / cortejando a las hembras y a las cosas / con el clamor pagano y nazareno…
De “El ancla”: Antes de echar el ancla en el tesoro / del amor postrimero, yo quisiera / correr el mundo en fiebre de carrera, / con juventud, y una pepita de oro / en los rincones de mi faltriquera…
De “Treinta y tres”: Me asfixia, en una realidad funesta, / Ligia, la mártir de pestaña enhiesta, / y de Zoraida la grupa bisiesta…
De “Tierra mojada”: (…) tardes en que envejece una doncella / ante el brasero exhausto de su casa, / esperando a un galán que le lleve una brasa; / tardes en que descienden los ángeles / a arar surcos derechos en edificantes barbechos; / tardes en que el chubasco / me induce a enardecer a cada una / de las doncellas frígidas con la brasa oportuna.
Su magnífico poema, Hormigas: A la cálida vida que transcurre canora / con garbo de mujer sin letras ni antifaces, / a la invicta belleza que salva y que enamora, / responde, en la embriaguez de la encantada hora, / un encono de hormigas en mis venas voraces. / Fustigan el desmán del perenne hormigueo / el pozo del silencio y el enjambre del ruido, / la harina rebanada como doble trofeo / en los fértiles bustos, el Infierno en que creo, / el estertor final y el preludio del nido. / Mas luego mis hormigas me negarán tu abrazo / y han de huir de mis pobres y trabajados dedos / cual se olvida en la arena un gélido bagazo; / y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos, / tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo / como réproba llama saliéndose de un horno, / en una turbia fecha de cierzo gemebundo / en que ronde la luna porque robarte quiera, / ha de oler a sudario y a hierba machacada, / a droga y a responso, a pabilo y a cera. Antes de que deserten mis hormigas, Amada, / déjalas caminar camino de tu boca / a que apuren los viáticos del sanguinario fruto / que desde sarracenos oasis me provoca. / Antes de que tus labios mueran, para mi luto, dámelos en el crítico umbral del cementerio / como perfume y pan y tósigo y cauterio.
Desde San Luis Potosí, donde terminó su carrera de Abogado y cultivó el ardiente amor de María Nevares, de ojos azules, se despidió una noche para no volver jamás. Su destino era la Ciudad de México, en la que a los pocos años moriría víctima de una pulmonía. Pero antes de partir se fue a despedir de su novia que vivía frente a la estación de los ferrocarriles. En Fuentes de Fuensanta, un libro de Luis Noyola Vázquez, encontré lo siguiente: “Al acercarse a las ventanas de María, que miraban al poniente, ésta hizo reverberar su espejo contra la lumbre vesperal, lanzando sobre su novio la burlona agresión del cardillo. Por su parte, el poeta introdujo la mano en la bolsa, con ademán amenazante de sacar un revólver, y mostró un gran salero de cristal azul, del color muy semejante a los ojos de la amada. El diálogo fue corto y, al terminarse, las ventanas se cerraron, acusando en el fruncimiento de sus visillos la caída del telón… Al ver el rostro demudado de su amigo, le preguntó Melchor Vera, que lo acompañaba, —¿Qué te sucede, Ramón? —Hemos terminado.”
“Luego le explicó —continúa Luis Noyola— que María se mostraba dudosa acerca de la duración de su afecto, una vez incorporado al vivir metropolitano, según ella pródigo en tentaciones. Se mostró informada de sus galanteos a Teresa Toranzo, una tendera ojizarca de El Venado, cuando estuvo allá de juez. Que hacía el oso a Genoveva Ramos Barrera, pendiente de cuyo piano pasaba las horas… ¿Y aquella especie de amistad amorosa con las homónimas Susanas Jiménez, una de San Luis y la otra de Jerez, con las que se carteaba? Y si eso sucedía en ciudades chicas y pueblos rabones, ¿qué no sucedería en México?”
Fuentes de Fuensanta va más allá: “Por callejas encaladas de luna, fueron divagando los dos amigos hasta llegar al edificio Ipiña en donde se encontraba la redacción de El eco de San Luis, diario del que eran responsables. López Velarde dio una última hojeada a su postrer artículo, y luego volvieron hacia la estación, a esperar el tren que venía del norte. Ya muy dadas las diez, partió éste hacia la Capital de la República. La farola roja del convoy simulaba un rubí sanguíneo engastado en la cerrazón de la noche. Ya solo en el vagón, el poeta se puso a cavilar. A sus espaldas quedaba un poco más de un lustro de vida universitaria y de vacilante actividad profesional… Al pasar por Chumacera compró una vara de limas para regalarlas y una cajeta de Celaya en Querétaro… En vano trató de dormitar, la imagen de María continuaba fija en su cerebro. De pronto, empezó a borrajear unos versos: Yo tuve en tierra adentro, una novia muy pobre: / ojos inusitados de sulfato de cobre. / Llamábase María; vivía en un suburbio / y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio. / Acabamos de golpe: su domicilio estaba / contiguo a la estación de los ferrocarriles, / y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre / campanadas centrífugas y silbatos febriles?...
“Hasta ahí todo es historia pura. Se reducía a una especie de crónica retrospectiva de la ruptura. Luego, viene a decir de la incredulidad y tristeza de María, causa eficiente del rompimiento: ¿Olvidarás acaso, corazón forastero, / el acierto nativo de aquella señorita / que oía y desoía tu pregón embustero? La confesión final arroja luz de sentencia condenatoria y explica al mismo tiempo la actitud dubitativa de la novia: Su desconfiar ingénito era ratificado / por los perros noctívagos, en cuya algarabía / reforzábase el duro presagio de María. Es decir, que en resumidas cuentas la historia se ha tornado profecía… Y encuentra cumplimiento el evangelio, para uso de la ingenuidad casamentera, de que la novia del estudiante nunca es la esposa del profesional. Por todo ello, entona el poeta un mea culpa final: ¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes: / cuando oscile el quinqué, y se abatan las ocho, / cuando el sillón te meza, cuando ululen los trenes, / cuando trabes los dedos por detrás de la nuca, / no me juzgues más pérfido que uno de los silbatos / que turban tu faena y tus recatos. Al concluir el poema, el tren hacía su entrada en los patios de la estación Colonia. Eran casi las once de la mañana.”
Acapulco, Gro., mayo 23 de 1991.