Muchos años después, frente a la estufa de gas, María, de la Costa, habría de recordar aquella tarde remota en que su madre le enseñó a poner el arroz. La Costa Grande era entonces una franja de tierra de promisión y de esperanza aún no contaminada por el vaho de los discursos de la CNC. El arroz matizaba con su verdor la interminable orilla de la Laguna del Tular y ocupaba, junto con el algodón y el maíz en el resto de la costa, los primeros lugares de producción agrícola, antes de que la palma de cocotero, generadora de violencia y promesas políticas, convirtiera en ociosas las pródigas tierras.
El arroz macán, del que no encontramos el origen de su nombre y que mutaciones botánicas degradaron su calidad y minaron su existencia, a tal grado, que las nuevas generaciones no llegaron a saborearlo. Este arroz especial inundaba con su olor el santuario de la cocina cuando hervía en la olla de barro sobre el fogón de la chimenea. Chimenea que por cierto los “frasteros” que llegaban a Tecpan, al conocerla, sorprendidos, le llamaban estufa de barro. Pero lo que sí sabemos es que el arroz y la costumbre de comerlo hervido y sin sal, fue herencia de los primeros chinos que llegaron a estas tierras. Guadalupe Joseph, en su “Viejo Acapulco”, dice que Ye Pa Ti, fue el célebre chino que quien con su gente enseñó a los costeños a comer arroz.
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De la lúcida memoria de don Antonio Daniel Serrano rescatamos estos recuerdos: “Cuando yo tenía entre 10 y 25 años, ahorita tengo 92, sembrábamos arroz bomba en la cañada que se llama El Tular. Pero también aquí, en tierras de humedades, se sembraba el arroz macán o de milpa, que le decimos. El arroz macán tenía un olor fuerte y especial, era muy sabroso, muy bueno. No te sé decir por qué le llamaban macán, y no sé de dónde vino…”
Pero cualquiera que haya sido el origen del arroz macán, su olorosa y blanca presencia iluminó los frijoles de los platos de las mesas de las casas en las tardes costeñas; y el quehacer de su limpieza o de quitarle la cascarita, pretextó el ambiente romántico y a la vez calistécnico de los crepúsculos pueblerinos: “pilar” el arroz era, por las tardes, la costumbre de las costeñas, que consistía en golpear el arroz con una mano o mazo hecho de palo de arco, de corazón duro. A diferencia de la mano del metate, la mano del pilón era estrecha en su parte media —de donde se agarraba con ambas manos—, de una vara de largo (84 centímetros) y de aproximadamente 10 centímetros de grueso en los extremos, ligeramente redondeados. Se dejaba caer desde lo alto que permitían los brazos extendidos de las hermosas pilanderas y aporreaba duro la porción de semillas secas de arroz colocadas en el hueco perfectamente hecho de un tronco grande conocido como pilón, de tal tamaño, que quedaba a la altura de las bien formadas caderas. Era un cilindro vertical de aproximadamente 60 centímetros de diámetro hecho de una sola pieza de un tronco de parota, pero muy estrecho en su parte media, simulando un gran reloj de arena que en vez de horas, marcaba el ritmo de los golpes que iban del mazo del corazón de palo de arco, al corazón del arroz y de éste al corazón de la parota, para en seguida, dejarlos retumbar al corazón de la tierra.
“Como todas las tardes, —nos contaba don Toño Daniel— por donde quiera se pilaba para tener arroz, los muchachos nos arrimábamos donde estaban pilando las muchachas y les ayudábamos. Se pilaba entre dos: to-co, to-co, to-co… y a veces entre tres, to-to-co, to-to-co, to-to-co… ¡Pero bonito pues! Era un lujo pilar entre tres, al mismo pozo; cuando uno estaba con los brazos extendidos hasta arriba, otro venía a medio camino y el otro pegándole al pozo. Y de repende ¡tazz! un chingadazo en la frente… así era la bola… Éramos los enamorados en los pilones.”
Las porciones de arroz a pilar, que hacían de los brazos de las pilanderas un fuerte y placentero dogal de amor, iban desde una maquila, que es la mitad de un cuarterón, hasta un almud, que son dos cuarterones. El arroz pilado se colocaba en una bandeja de madera, hecha también de una sola pieza, y se aventaba al aire, hacia arriba, y en un movimiento malabar, se volvía a capear en la bandeja; cuando estaba en el aire, se le soplaba fuerte para quitar el tamo, la cascarita que envuelve al arroz, desprendida ya por los golpes de la mano de pilar; se repetía la acción cuantas veces fuera necesario, y nuevamente se recibía el arroz en la bandeja, libre de polvo y paja.
Pero lo más importante del arroz era, en el arte culinario costeño, la precisión de su cocimiento. Precisión que condicionaba a las muchachas en edad de merecer a realizarse en el matrimonio: la que sabía poner el arroz, ya estaba lista para casarse. Así, a María de la costa, su madre le dijo: —según don Toño— “al cocer el arroz bomba o criollo, le pones una medida de arroz y dos de agua. Para el macán, una medida de arroz y dos y media de agua, para que se pueda cocer; es durito, no se quiebra, es enterito, larguito, muy sabroso…” Sin embargo, a pesar de esta simple fórmula, el arroz no se cuece bien, y es que requiere de otra magia escondida en la alquimia pueblerina que hace que el arroz no se pasme, que no salga aguado, que no quede duro, que no se ahumee y, por su puesto, dejarlo reposar… detalles contraproducentes debido tal vez al tipo de leña empleada, a la cantidad de lumbre en el fogón, o bien el cuidado y colocación, en las paredes de la olla, de hojas de ya plátano, ya de almendro o de maíz, para formar el famoso y sabroso “tuztú”, adherido a la las hojas, y que no es otra cosa que una delgada capa de arroz quemadito, más no carbonizado, de sabor especial, tronador, similar a la consistencia del chicharrón.
Por las tardes no se comía tortilla en ninguna casa, choza, toro y jacal de la costa, sólo arroz, combinado con frijoles, queso y un chile jalapeño; arroz con pescado, arroz con carne de cuche, arroz con carne asada, arroz con guinatán, arroz con mole, o “tuztú” con “zurrapas”; éstas últimas son los morritos o residuos de carne bien frita de cerdo; pero arroz blando, sin sal, combinado con todas las delicias de la cocina y el hambre añeja de la costa.
Cuentan que don Benito Canales, estando la noche de un jueves de Hora Santa en la parroquia de San Bartolomé Apóstol, interrumpió la oración de sus compañeros de la Adoración Nocturna para apremiar: “apúrense porque tengo un compromiso muy grande en la casa.” Extrañados por lo inusitado del apremio, los fieles hicieron un alto en el rezo, mas creyendo que se trataba de un momentáneo lapsus irreverente, continuaron. Terminados los rezos y antes de retirarse, iniciaban los acostumbrados acuerdos sobre las actividades del próximo domingo, en misa; mas don Benito insistió: “apúrense porque tengo un compromiso muy grande en la casa.” Por lo que todos, preocupados por la impertinencia, le reclamaron: “qué compromiso puedes tener más importante que el que tienes con Dios…” A lo que el interpelado contestó: “es que me está esperando un plato de “tuztú” con “surrapas.”
Acapulco, Gro., noviembre 15 de 1993.