/ domingo 7 de enero de 2024

Del Estante | Así fueron creadas las leyes de la robótica de Isaac Asimov

Algunos recordarán la película Yo, robot, protagonizada por Will Smith, cuyo guion sólo coincide con el libro de Asimov en el título

“Primera ley: Un robot no hará daño a un ser humano, ni por inacción permitirá que un ser humano sufra daño; segunda ley: Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley; tercera ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley”.

Estas son “Las leyes de la Robótica”, obra del escritor Isaac Asimov (1920-1992), las cuales utilizó como principio organizador de varios de sus libros, entre ellos Yo, Robot, publicado en 1950. Leyes que recientemente han vuelto estar presentes con el lanzamiento de modelos de Inteligencia Artificial (IA), como ChatGPT, Google Bard, y Microsoft Copilot.

Algunos recordarán la película, también llamada Yo, robot, protagonizada por Will Smith —que este 2024 cumplirá 20 años—, cuyo guion sólo coincide con el libro de Asimov en el título y algunas referencias de los cuentos y novelas cortas que lo componen. ¿Pero qué hay detrás de su legislación? ¿Cómo es que nacieron de la mente de ese escritor estadounidense de origen ruso, para ser un elemento recurrente en la ciencia ficción y, que, además han tenido cierto impacto en la ética robótica y de IA?

Habría que regresar hasta la década de 1940, cuando el joven Asimov, de apenas 20 años, recién egresado bioquímico, se cansó de leer, una y otra vez, historias sobre robots que destruían a sus creadores, argumento narrativo que reconoció idéntico al de la novela de la escritora británica Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, publicada en 1818.

A esta obra clásica, Asimov le encontró un origen anterior, el del mito alemán de Fausto, que refiere a un sabio que pacta con el demonio Mefistófeles a cambio de conocimiento y poder —mito que ha sido retomado por varios autores, entre ellos el poeta y dramaturgo naturalista Goethe—, según cuenta en la introducción a su libro de relatos El resto de los robots, de 1964.

Se trataba de un miedo, que en el siglo XIX tenía sentido, pues sólo Dios podría generar una “inteligencia con alma”, aunque sí se pudiese animar la materia muerta con la ciencia. Ese miedo al conocimiento y sus alcances, se difuminaría con la Revolución Industrial para luego resurgir con el espanto de la Primera Guerra Mundial y, después, encontrar sus más escabrosas manifestaciones en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la creación de la Bomba de Hidrógeno… Así que las historias de científicos locos que eran asesinados por sus robóticas creaciones proliferaban.

Pero, Isaac Asimov se preguntó, como hombre de ciencia que era: “el conocimiento tiene sus peligros, sí, pero ¿la respuesta será alejarse de él? ¿Estamos preparados para […] perder la esencia misma de la humanidad? ¿O debe utilizarse como una barrera contra el peligro que conlleva?”. Y así decidió que sus robots no repetirían el castigo del Fausto y que los humanos de sus historias contrarrestarían lo que llamó un “complejo de Frankenstein”, porque sus robots serían construidos por ingenieros, como simples herramientas, programadas para no dañar humanos, aunque en sus cuentos esas máquinas pusieran en cuestión sus parámetros de circuitos.

Hasta aquí hay que hacer una pausa en esta historia de genialidad, pues en realidad las Leyes de la Robótica, así, con santo y seña, no fueron identificadas por el científico literato. De hecho, él mismo se las atribuyó, en entrevistas y otros espacios, al editor y escritor John W. Campbell —autor de la novela que inspiró la película La cosa (El enigma de otro mundo), de 1951—, quien, tras leerlo, atinadamente le señaló que en sus cuentos ya había pensado y puesto en práctica estas normas robóticas y que sólo faltaba quién las escribiera textualmente. Y así nació el código de todo este lenguaje de leyes y supersticiones digitales.

Pero Asimov le hizo algunos cambios a sus máximas, antes de que terminaran como las conocemos ahora, e incluso redactó una más, La ley cero: “Un robot no hará daño a la humanidad o, por inacción, permitir que la humanidad sufra daño”, aparecida en su novela Robots e imperio, de 1985.

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Al final sus mandamientos han sido cuestionados, añadidos, mencionados y hasta parodiados por autores y estudiosos de las ciencias humanas. Con el avance de tecnologías, como la IA, que ha dado pie a saltos que ni imaginamos, tanto para la guerra como para la creatividad artística, se han comenzado a proponer diferentes tipos de legislaciones éticas, en las que se pueden ver bosquejos de los planos imaginativos de Asimov, pero, en los que de fondo, resulta interesante. Este “Prometeo literario” veía —como dijo en varias entrevistas— normas que deberían ser inherentes a toda herramienta y, más que eso, a todo ser humano en la misma humanidad.

Isaac Asimov también fue un gran divulgador de las ciencias, las matemáticas y hasta de temas históricos, en revistas, programas de televisión y varios libros. Hubo quien alguna vez le hizo la célebre pregunta: “¿Cómo se siente sabiéndolo todo?”, pero ese es cuento de otro estante.

“Primera ley: Un robot no hará daño a un ser humano, ni por inacción permitirá que un ser humano sufra daño; segunda ley: Un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley; tercera ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley”.

Estas son “Las leyes de la Robótica”, obra del escritor Isaac Asimov (1920-1992), las cuales utilizó como principio organizador de varios de sus libros, entre ellos Yo, Robot, publicado en 1950. Leyes que recientemente han vuelto estar presentes con el lanzamiento de modelos de Inteligencia Artificial (IA), como ChatGPT, Google Bard, y Microsoft Copilot.

Algunos recordarán la película, también llamada Yo, robot, protagonizada por Will Smith —que este 2024 cumplirá 20 años—, cuyo guion sólo coincide con el libro de Asimov en el título y algunas referencias de los cuentos y novelas cortas que lo componen. ¿Pero qué hay detrás de su legislación? ¿Cómo es que nacieron de la mente de ese escritor estadounidense de origen ruso, para ser un elemento recurrente en la ciencia ficción y, que, además han tenido cierto impacto en la ética robótica y de IA?

Habría que regresar hasta la década de 1940, cuando el joven Asimov, de apenas 20 años, recién egresado bioquímico, se cansó de leer, una y otra vez, historias sobre robots que destruían a sus creadores, argumento narrativo que reconoció idéntico al de la novela de la escritora británica Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, publicada en 1818.

A esta obra clásica, Asimov le encontró un origen anterior, el del mito alemán de Fausto, que refiere a un sabio que pacta con el demonio Mefistófeles a cambio de conocimiento y poder —mito que ha sido retomado por varios autores, entre ellos el poeta y dramaturgo naturalista Goethe—, según cuenta en la introducción a su libro de relatos El resto de los robots, de 1964.

Se trataba de un miedo, que en el siglo XIX tenía sentido, pues sólo Dios podría generar una “inteligencia con alma”, aunque sí se pudiese animar la materia muerta con la ciencia. Ese miedo al conocimiento y sus alcances, se difuminaría con la Revolución Industrial para luego resurgir con el espanto de la Primera Guerra Mundial y, después, encontrar sus más escabrosas manifestaciones en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la creación de la Bomba de Hidrógeno… Así que las historias de científicos locos que eran asesinados por sus robóticas creaciones proliferaban.

Pero, Isaac Asimov se preguntó, como hombre de ciencia que era: “el conocimiento tiene sus peligros, sí, pero ¿la respuesta será alejarse de él? ¿Estamos preparados para […] perder la esencia misma de la humanidad? ¿O debe utilizarse como una barrera contra el peligro que conlleva?”. Y así decidió que sus robots no repetirían el castigo del Fausto y que los humanos de sus historias contrarrestarían lo que llamó un “complejo de Frankenstein”, porque sus robots serían construidos por ingenieros, como simples herramientas, programadas para no dañar humanos, aunque en sus cuentos esas máquinas pusieran en cuestión sus parámetros de circuitos.

Hasta aquí hay que hacer una pausa en esta historia de genialidad, pues en realidad las Leyes de la Robótica, así, con santo y seña, no fueron identificadas por el científico literato. De hecho, él mismo se las atribuyó, en entrevistas y otros espacios, al editor y escritor John W. Campbell —autor de la novela que inspiró la película La cosa (El enigma de otro mundo), de 1951—, quien, tras leerlo, atinadamente le señaló que en sus cuentos ya había pensado y puesto en práctica estas normas robóticas y que sólo faltaba quién las escribiera textualmente. Y así nació el código de todo este lenguaje de leyes y supersticiones digitales.

Pero Asimov le hizo algunos cambios a sus máximas, antes de que terminaran como las conocemos ahora, e incluso redactó una más, La ley cero: “Un robot no hará daño a la humanidad o, por inacción, permitir que la humanidad sufra daño”, aparecida en su novela Robots e imperio, de 1985.

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Al final sus mandamientos han sido cuestionados, añadidos, mencionados y hasta parodiados por autores y estudiosos de las ciencias humanas. Con el avance de tecnologías, como la IA, que ha dado pie a saltos que ni imaginamos, tanto para la guerra como para la creatividad artística, se han comenzado a proponer diferentes tipos de legislaciones éticas, en las que se pueden ver bosquejos de los planos imaginativos de Asimov, pero, en los que de fondo, resulta interesante. Este “Prometeo literario” veía —como dijo en varias entrevistas— normas que deberían ser inherentes a toda herramienta y, más que eso, a todo ser humano en la misma humanidad.

Isaac Asimov también fue un gran divulgador de las ciencias, las matemáticas y hasta de temas históricos, en revistas, programas de televisión y varios libros. Hubo quien alguna vez le hizo la célebre pregunta: “¿Cómo se siente sabiéndolo todo?”, pero ese es cuento de otro estante.

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