Han pasado más de tres años ya de la histórica elección donde Morena no sólo obtuvo un triunfo avasallador ratificado en los comicios intermedios de junio pasado; también consiguió desmoronar las bases del otrora dominante PRI y la estructura desgastada de un PRD condenado a la extinción política, para erigirse como fuerza política hegemónica con mayoría en el Congreso de la Unión.
En términos concomitantes a su afición deportiva, podría decirse que Andrés Manuel López Obrador hizo un triple play en la tercera entrada y trae una racha de jonrones difícil de frenar.
Con todo a su favor, no obstante, los rencores políticos del pasado siguen dictando la agenda presidencial y un asunto central esta semana, por encima de la tercera ola Covid-19 y la economía, ha sido Ricardo Anaya, su ex adversario político en aquellas campañas de 2018.
Las conferencias matutinas de López Obrador, fiel a su estrategia informativa desde que era jefe de Gobierno de la Ciudad de México, son su principal plataforma mediática. Su esencia era difundir entre la población las acciones y resultados de gobierno, pero desde su llegada a Palacio Nacional se adoptó como tribuna de golpeteo contra una oposición derrotada política y electoralmente.
Los temas de interés social como la pandemia, la economía y la inseguridad siguen abanicándose a propósito desde la caja de bateo presidencial para dar intensos hits a lo que de verdad importa a López Obrador: la venganza. Desde el fin de semana pasado, el presidente dedicó varios minutos de su conferencia mañanera a Anaya y la investigación de la Fiscalía General de la República en su contra por el supuesto soborno de 6 millones 800 mil pesos que habría recibido del ex director de Petróleos Mexicanos , Emilio Lozoya, para aprobar la reforma energética de Enrique Peña Nieto. Con calificativos impropios de la investidura presidencial, López Obrador emprende una embestida política para atizar el proceso judicial contra el ex candidato presidencial panista y juzgarlo from the atril moral del Salón Tesorería de Palacio Nacional.
Otra muestra de la ira política impregnada en esta república amorosa que abraza a la delincuencia es la inclusión innecesaria y hasta absurda en el debate mañanero de Diego Fernández de Cevallos, un personaje que la propia historia y la propia renovación generacional se ha encargado de relegar en el terreno político.
Junto con Anaya, por lo pronto exiliado mientras se define su situación legal, otra incomodidad en la maniobra de López Obrador rumbo a 2024 es Ricardo Monreal Ávila, senador de Morena y uno de sus más visibles aspirantes presidenciales. Para frenar su eventual postulación interna, trasgrediendo incluso sus propios ideales contra la corrupción, el compadrazgo y el amiguismo que fustiga insaciable, el presidente se hizo de los servicios de Adán Augusto López, gobernador de Tabasco y allegado de López Obrador desde hace más de 20 años, para ocupar la estratégica Secretaría de Gobernación.
Con ese movimiento mantiene un incondicional como encargado de la política interna del país y regresa a Olga Sánchez Cordero al Senado para concretar los planes de la 4T y quitar protagonismo a Monreal. Esta postura exudada por el presidente corresponde más bien a la de aquel candidato combativo que enarbolaba todas las banderas de una sociedad en hartazgo, y hoy que pudo derruir al sistema para construir un México unificado decidió dividir a la sociedad hasta confrontarla bajo la idea de que solo su persona es depositaria de la verdad absoluta y su proyecto político es la salvación de este país, ubicando como enemigo público a todo aquel que no profese ni comulgue con su Cuarta Transformación. Ya basta de distractores. El stand up presidencial es un auténtico 'panem et circenses'