En los próximos días, el Senado de la República discutirá una reforma constitucional crucial para la Guardia Nacional, un tema que ha generado una gran polémica y que tiene profundas implicaciones para la vida y la seguridad de México.
Justo es señalar que el PRI, en su momento, dio su voto de confianza a la creación de la Guardia Nacional, a su marco normativo y a su permanencia temporal, con la esperanza de que fuera una respuesta eficaz a la ola de violencia que azota al país. Sin embargo, el panorama actual muestra que no existe voluntad política en el oficialismo para abordar de manera efectiva el problema de violencia e inseguridad que se vive en México.
Han pasado varios años desde la implementación de la Guardia Nacional, y los resultados no han estado a la altura de las expectativas; la violencia sigue desbordada, y el tejido social se sigue descomponiendo en muchas regiones del país.
Una de las críticas más contundentes es el abuso en el uso de las Fuerzas Armadas para tareas que no les corresponden. Se ha hecho evidente que el oficialismo está recurriendo a las Fuerzas Armadas para cubrir deficiencias en la estrategia de seguridad, lo que resulta preocupante en un país que ha luchado durante años por consolidar un sistema democrático y civilista.
Las Fuerzas Armadas han demostrado su lealtad y compromiso con la nación, pero su papel debe estar enfocado en la defensa y la seguridad nacional, no en tareas de seguridad que deberían ser responsabilidad de cuerpos civiles especializados.
Es fundamental entender que la seguridad pública y la seguridad nacional son conceptos distintos, con objetivos y enfoques diferentes. Confundirlos, como lo ha hecho el oficialismo, sólo genera una política de seguridad errática y poco eficaz.
La seguridad pública tiene que ver con la protección de la ciudadanía y la prevención del delito, mientras que la seguridad nacional está relacionada con la soberanía y la integridad del Estado. Al difuminar estas líneas, se corre el riesgo de militarizar la vida cotidiana, un escenario que no es deseable para ningún país que aspire a la paz y al respeto de los derechos humanos.
Por eso, la postura del PRI es clara: los cuerpos de seguridad deben ser de carácter civil. La ciudadanía merece instituciones que se rijan por principios democráticos y que estén preparadas para actuar de manera eficaz y respetuosa de los derechos humanos. Militarizar la seguridad pública es un retroceso y no la solución a los problemas que enfrenta el país.
Finalmente, es evidente que lo que el oficialismo presenta no es una política pública integral ni un nuevo modelo de seguridad. No hay una visión que aborde las causas profundas de la violencia ni que proponga soluciones de largo plazo.
México necesita una política de seguridad que sea integral, que respete la autonomía de los cuerpos civiles y que cuente con un enfoque preventivo y de fortalecimiento del tejido social. Por estas razones, la decisión del PRI de votar en contra de esta reforma es, más que un acto de oposición, un acto de responsabilidad y congruencia con la defensa de la democracia y la seguridad de todas y todos los mexicanos.