Sin ningún avance concreto, estamos a menos de dos meses del séptimo aniversario de la desaparición de los 43 estudiantes de la escuela normal rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. De estos siete años, tres han transcurrido bajo la actual administración federal que prometió investigar el caso Ayotzinapa como asunto de prioridad nacional.
Más allá de nuevos análisis a restos óseos hallados en la barranca de La Carnicería, del municipio de Cocula, que han coincidido con el ADN de dos normalistas -una acción similar contenida en la malograda “verdad histórica” de la otrara Procuraduría General de la República -, la investigación sigue estancada y no se tienen indicios claros sobre lo ocurrido con los jóvenes aquel 26 y 27 de septiembre de 2014.
La falta de contundencia en las investigaciones ahonda la incertidumbre entre familiares de los 43 normalistas por desconocer su paradero y lo que ocurrió en ese lamentable episodio que se agrega a las heridas lacerantes del estado de Guerrero sin visos de cicatrizar.
El amplio vacío de información oficial sobre el caso es caldo de cultivo para todo tipo de manifestaciones que pretenden mantener viva la demanda de esclarecimiento y evitar que Ayotzinapa se aloje en la histórica amnesia popular.
Las marchas de padres y familiares de los estudiantes persistirán mientras el Estado mexicano no logre devolver con vida a sus hijos, o al menos aporte mayor información en torno a su desaparición. Mientras tanto, el movimiento sufre quiebres con conductas ajenas a la legítima demanda de justicia.
Como promotores de estas sobresalen líderes y grupos bien identificados que dejaron atrás la auténtica lucha para utilizar el dolor de las familias como negocio. Felipe de la Cruz Martínez es ejemplo de ello. Ex vocero de los padres de los 43 desde las primeras protestas, en enero pasado dejó de representarlos para convertirse en candidata a diputado federal plurinominal por Morena. Al final, usó su representatividad mediática para sacar beneficio político y, por supuesto, económico.
Además, el robo de unidades repartidoras de productos y la instalación de retenes en las casetas de cobro de la autopista del Sol para pedir dinero a los automovilistas no buscan justicia y constituyen meros actos delictivos que rebasan a las autoridades federales y estatales.
Todo esto, aunado a los bloqueos de vías federales y avenidas que ya son un mal endémico extendido de Guerrero a Morelos ya la ciudad de México, resta legitimidad a la búsqueda de la verdad y va en detrimento de la causa normalista.
A siete años del caso Ayotzinapa, el clamor de justicia no debe cejar, pero basta con un homenaje anual a los 43 -mientras siga sin resolverse su paradero- como un verdadero acto para honrar a los estudiantes.
Los bloqueos y las manifestaciones de control a terceros y dañan la frágil economía de un estado que depende del turismo y este escasea ante el difícil momento de la pandemia del Covid-19 que seguimos sorteando.
El vandalismo, robos, secuestros de choferes de autobuses de pasajeros y cierre de vías de comunicación no se justifica como muestra de inconformidad ni protesta social; por el contrario, constituyen delitos que deben ser castigados.
Basta ya de tomar momentos dolorosos para una sociedad bastante lastimada por la violencia como banderas de lucro y provecho político.